Se trabaja el ser desde el nacer al morir. Se trabaja con paciencia de orfebre. Y trabajan con uno los que están cerca. A veces los que están cerca nos cercan con paciencia de orfebres.
En silencio el ser compone su propia música escuchándose profundamente. Escuchando. Al principio de la vida se es fuerte. Hay un empuje inmenso, un empuje que nos viene tal vez con aquel impulso ciego de nacer. Nacer, no sin dolor, por el oscuro y estrecho túnel hacia la luz. Hacia la violencia de la luz.
Trabajar. Ser orfebres de un sí mismo ignorado. O no tanto. Hay una melodía que viene con nosotros. Una melodía que conoce suavidades y estridencias. Altos y bajos. Las formas posibles del sonido y el silencio.
Poco a poco se pone uno a tono con su ritmo interior. Trabaja y elige a cada paso. No digo con sabiduría. A veces, puro instinto. A veces, intuición. A veces, visión. Así va marcando su propio itinerario.
A veces viene un golpe duro, terrible, que desajusta el andamiaje. Corroe las notas de la melodía interior. Y uno se pierde entonces de sí mismo, en una selva enmarañada y oscura. Impiadosa. Cuesta retomar el ritmo. Cuesta volver a escuchar las notas quebrantadas de la propia melodía.
No hay maestros que ayuden a retomar el ritmo. Sólo uno mismo conoce las notas olvidadas. Pero,
¿ cómo escucharlas? ¿Es posible tomarlas en su quebrantadura y ponerlas otra vez al compás del propio, enturbiado, corazón?