LA INFANCIA EN LA LLANURA: "EN LA FRAGILIDAD
DE LOS DÍAS", DE NÉLIDA CAÑAS (Apóstrofe Ediciones, Jujuy, 2013)
Por Antonio Gutiérrez
El libro “En la fragilidad de los días”, texto de narrativa breve y prosa
poética recientemente editado, de la escritora Nélida Cañas, rememora, a la
manera proustiana, los años de la infancia en un pequeño pueblo del sur de la
provincia de Córdoba donde la extensión de la llanura se parece al tiempo. A
sus páginas asisten, como convocadas para un extraño cónclave, las imágenes del
pasado, los sabores, los sonidos de la lluvia, la fragancia de las plantas, los
objetos amados, los rostros familiares, los acontecimientos cotidianos que
quedan inscriptos en los recodos del alma e insisten en retornar al presente.
Es que la reminiscencia (a diferencia del recuerdo) no sólo es memoria sino
fundamentalmente convocatoria, comunión, lugar de reencuentro, calidoscopio
donde se reúnen de repente las imágenes y fantasmas de la infancia perdida y
ahora recuperada, como en Proust, en “El camino de Swann”, cuando el sabor de
una magdalena a la hora del té, desencadena en Marcel, personaje de la novela,
las vivencias de su infancia en Combray.
Las bellas páginas de “En la fragilidad de los días” son fruto de la
reminiscencia y producen a la vez un efecto de reminiscencia en los lectores,
principalmente en quienes hemos vivido la infancia y la juventud en esos
pueblos de la llanura donde el campo no deja de convocar las metáforas
marítimas, una oceanidad de tierra poblada de extraños navíos bogando en la
inmensidad de las aguas: los paraísos, el viento Sur, la lluvia en los techos
de zinc, la escarcha de los inviernos, los gorriones, las formas cambiantes en
el cielo de la pampa, el ruido de los motores en la ruta, el paso del tren, el
aroma de la alfalfa, la alegría de la llegada de los circos con sus payasos y
equilibristas, el secreto de la existencia en los guadales del tiempo.
En el libro de Nélida está dicho lo indecible, lo innombrable de la llanura,
aquello que el lenguaje corriente no puede expresar, es decir, aquello que sólo
la palabra poética puede aprehender. En sus páginas la brevedad, lejos de
constituir una síntesis histórica o una simple economía de lenguaje, descorre
el horizonte de un vastísimo mundo poblado por los habitantes de la niñez que
se resisten a la desaparición definitiva y que acuden en peregrinaje desde el
pasado a la honda celebración en el texto: el sabor del dulce de batata o
membrillo con queso, el padre trayendo duraznos, el fuego de la siesta, el
silbo de los pájaros, el olor del alcohol alcanforado, el recuerdo de la
abuela, la ropa tendida, los retratos familiares.
Y no es que esos habitantes de los años regresen escritos en la creación
literaria, sino que están allí directamente recuperados, traídos al presente en
su condición más real, en su materialidad más exacta. De este modo vuelve a
caer la lluvia en los techos de zinc, el padre regresa nuevamente con frutas a
la casa de la infancia, las acacias continúan floreciendo en el patio de la
casa de la abuela Leonarda, el aroma de la alfalfa vuelve a inundar los
sentidos, el circo con su equilibrista retorna después de muchos años al pueblo.
Regresan más reales que nunca, pero resignificados, vistos en su más cabal
dimensión. “No hay otros paraísos que los paraísos perdidos”, dice Jorge Luis
Borges en el prólogo de uno de sus libros.
En la casa de la infancia en la llanura, dice la narradora, no había libros,
“había garzas, gorriones, tordos, caranchos lechuzas, palomas, calandrias (…),
había campos de trigo, campos de alfalfa, de lino, de maíz, de sorgo, de
girasoles”, seres que aguardaban ser contados, que reclamaban decirse. Nélida tomó
entonces las bellas lapiceras de su padre, que “apenas sabía escribir”, y
cumplió con el deseo paterno, postergado por los deberes de una vida de trabajo
en la llanura. La naturaleza tomó la mano de Nélida para poder escribirse.
En el relato “En la fragilidad de los días” que da el nombre al libro de
Nélida, la infancia perdida (y recuperada), asume la ingeniosa forma de un
diálogo de la narradora con una niña pequeña que en definitiva es ella misma,
una pequeña niña en la fragilidad de sus días y sus noches, que se abraza a sus
rodillas y le pide que le cante su canción preferida, una indefensa niñita que
busca protección y que quizá no sabe que a quien abraza no es a otra que a la
mujer, a la escritora, que será en el porvenir. Pasado y presente se encuentran
en una temporalidad que se sitúa más allá del tiempo cronológico y que nos
evoca aquel cuento de Borges “El otro”, donde un señor mayor (el mismo Borges
devenido en personaje del cuento) se encuentra en un banco de una plaza en
Ginebra con el muchacho adolescente que fue en el pasado, cuando residía a sus
17 años en esa ciudad europea. Los dos entablan entonces una conversación: el
joven le pregunta a Borges cómo será su vida en el futuro y Borges mayor,
rememora así su pasado y le cuenta al joven las cosas que le deparará la
existencia.
Es aquí donde el relato de Nélida, más allá de los recuerdos infantiles, toca
un punto de real que atañe al fantasma de todos, un punto de identificación que
nos confronta con nuestra propia infancia y nos hace ser partícipes de su
literatura.
Es que “En la fragilidad de los días” ya es un libro de todos.
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